Iago López Gálvez, Médico de Familia
Mª José Pérez Martínez, Terapeuta Ocupacional y especialista en Integración Sensorial
Un motivo de frustración para padres y docentes cada vez más frecuente es la dificultad para que el niño permanezca quieto y tranquilo, ya sea en clase o sentado y comiendo en su casa. El niño se balancea, hace equilibrios en la silla, juega con los bolígrafos o con los cubiertos e incluso se cae varias veces de la silla o tira la comida. Y esta actitud repercute también en el rendimiento escolar, al resultar difícil mantener un buen nivel de atención en clase en estas circunstancias.
En este artículo intentaremos explicar algunas causas de este problema, y cómo solucionarlo. Para ello debemos empezar analizando algunas capacidades que tenemos, que entendemos como normales pero que son en realidad fruto de una evolución y un aprendizaje muy elaborados, y buena parte de ese aprendizaje lo realizamos durante la infancia.
Los adultos con un desarrollo neurológico normal, no sólo recibimos información de los cinco sentidos tradicionales. Por ejemplo, somos capaces de percibir, incluso en oscuridad total, con bastante precisión, si nos estamos desplazando en el espacio, si giramos y en qué dirección giramos, si aceleramos, si frenamos... Somos capaces de saber, con los ojos cerrados, dónde están nuestras extremidades, y si están flexionadas o extendidas.
También somos capaces de realizar tareas en principio tan sencillas como coger una pelota al vuelo, caminar con un pie sobre la acera y otro sobre la calzada sin caernos, o transferir un objeto de una mano a otra sin necesidad de mirarlo, que en realidad son complejos fenómenos de interacción entre varias áreas de nuestro encéfalo.
Los logramos gracias a la conexión de diversos sistemas de nuestro Sistema Nervioso Central, tales como la corteza cerebral motora (de la cual parten las intenciones del movimiento), los órganos de los sentidos, el vestíbulo auditivo (que nos informa de la posición y movimiento de nuestra cabeza), varias vías de la médula espinal que nos informan de nuestro cuerpo (como antes mencionábamos) y todo ello, con la mediación de nuestro cerebelo y nuestro sistema nigro-estriado, que integran toda esa información que les llega de distintos puntos del cuerpo para poder ejecutar movimientos sin error (sin caernos o sin que se caiga el objeto que manipulamos). De hecho, una persona con lesiones en esas estructuras de integración sensorial va a tener problemas para deambular sin caerse o para manipular objetos con precisión.
Hemos mencionado someramente las estructuras que llevan a cabo estos procesos, sin embargo, falta otro elemento: el entrenamiento. Nos pasamos toda una infancia entrenando una y otra vez estos sistemas, perfeccionándolos, haciendo que cada vez los tiempos de reacción sean más cortos y nuestros movimientos más precisos. El niño busca instintivamente el entrenamiento de su integración sensorial: Se tira por el tobogán, se columpia, rueda por el suelo, corre por todo tipo de terrenos, juega a la "cuerda floja" caminando pie a pie sobre el bordillo de la acera o cualquier otra superficie estrecha, aporrea los objetos y comprueba sus sonidos... Y si nos paramos a pensarlo, todos los animales superiores lo hacemos durante nuestra infancia, en realidad. ¡Y es natural! Todos hemos hecho esto y mucho más de pequeños, por placer, pero también porque buscábamos instintivamente estímulos.
Esta pulsión es tan grande que el niño "confinado" durante demasiadas horas al día buscará vías de escape, y será cuando veamos que no es capaz de estar quieto en su silla atendiendo en clase o comiendo, sino que estará estimulando su sistema vestibular y propioceptivo, haciendo equilibrios con su silla, jugando con el tenedor, atendiendo a cualquier sonido, imagen u olor llamativo, etc. Y en muchas ocasiones, puede incluso a dar a un falsa impresión que nos haga sospechar de un TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad). En ocasiones puede ser un verdadero TDAH, pero en muchas otras es, sencillamente, un niño que no está recibiendo suficiente estimulación sensorial.
En general, buena parte de los niños hoy tienen un nivel de actividad menor en su vida diaria que en otras generaciones, por varios motivos: las horas de ocio de los niños son menos, nuestra percepción del mundo es más insegura que antes, y pocos se atreven a dejar a su hijo a su aire en el parque, y también la aparición de las nuevas tecnologías, que hace que muchos niños pasen horas en reposo mientras se entretienen con un objeto que puede estimular bien ciertas áreas de su desarrollo, pero muy pobremente otras (como su desarrollo propioceptivo y locomotor).
Por ello, es importante que proporcionemos al niño un nivel de estimulación sensorial adecuado, jugando con él o permitiéndole jugar (obviamente, siempre que no comprometamos su seguridad). En caso de dudas, puede pedir la valoración de un terapeuta ocupacional especialista en integración sensorial. Este profesional podría darle ideas de cómo jugar con su hijo para estimularle, o en caso necesario puede trabajar directamente con el niño en aquellas áreas en que necesite más apoyo, y también puede detectar patologías del procesamiento sensorial (en algún caso, el exceso de actividad motora del niño puede ser debido a esto y no a una falta de estimulación o exceso de sedentarismo). Con una correcta estimulación podemos mejorar su nivel de atención y potenciar sus habilidades locomotoras y sensoriales. Obviamente, ésta no es la respuesta a todos los niños con exceso de actividad motora, como hemos dicho; sin embargo, siempre deberíamos tener en cuenta en el diagnóstico diferencial la posibilidad de que el niño no esté suficientemente estimulado.
En este artículo intentaremos explicar algunas causas de este problema, y cómo solucionarlo. Para ello debemos empezar analizando algunas capacidades que tenemos, que entendemos como normales pero que son en realidad fruto de una evolución y un aprendizaje muy elaborados, y buena parte de ese aprendizaje lo realizamos durante la infancia.
Los adultos con un desarrollo neurológico normal, no sólo recibimos información de los cinco sentidos tradicionales. Por ejemplo, somos capaces de percibir, incluso en oscuridad total, con bastante precisión, si nos estamos desplazando en el espacio, si giramos y en qué dirección giramos, si aceleramos, si frenamos... Somos capaces de saber, con los ojos cerrados, dónde están nuestras extremidades, y si están flexionadas o extendidas.
También somos capaces de realizar tareas en principio tan sencillas como coger una pelota al vuelo, caminar con un pie sobre la acera y otro sobre la calzada sin caernos, o transferir un objeto de una mano a otra sin necesidad de mirarlo, que en realidad son complejos fenómenos de interacción entre varias áreas de nuestro encéfalo.
Los logramos gracias a la conexión de diversos sistemas de nuestro Sistema Nervioso Central, tales como la corteza cerebral motora (de la cual parten las intenciones del movimiento), los órganos de los sentidos, el vestíbulo auditivo (que nos informa de la posición y movimiento de nuestra cabeza), varias vías de la médula espinal que nos informan de nuestro cuerpo (como antes mencionábamos) y todo ello, con la mediación de nuestro cerebelo y nuestro sistema nigro-estriado, que integran toda esa información que les llega de distintos puntos del cuerpo para poder ejecutar movimientos sin error (sin caernos o sin que se caiga el objeto que manipulamos). De hecho, una persona con lesiones en esas estructuras de integración sensorial va a tener problemas para deambular sin caerse o para manipular objetos con precisión.
Hemos mencionado someramente las estructuras que llevan a cabo estos procesos, sin embargo, falta otro elemento: el entrenamiento. Nos pasamos toda una infancia entrenando una y otra vez estos sistemas, perfeccionándolos, haciendo que cada vez los tiempos de reacción sean más cortos y nuestros movimientos más precisos. El niño busca instintivamente el entrenamiento de su integración sensorial: Se tira por el tobogán, se columpia, rueda por el suelo, corre por todo tipo de terrenos, juega a la "cuerda floja" caminando pie a pie sobre el bordillo de la acera o cualquier otra superficie estrecha, aporrea los objetos y comprueba sus sonidos... Y si nos paramos a pensarlo, todos los animales superiores lo hacemos durante nuestra infancia, en realidad. ¡Y es natural! Todos hemos hecho esto y mucho más de pequeños, por placer, pero también porque buscábamos instintivamente estímulos.
Esta pulsión es tan grande que el niño "confinado" durante demasiadas horas al día buscará vías de escape, y será cuando veamos que no es capaz de estar quieto en su silla atendiendo en clase o comiendo, sino que estará estimulando su sistema vestibular y propioceptivo, haciendo equilibrios con su silla, jugando con el tenedor, atendiendo a cualquier sonido, imagen u olor llamativo, etc. Y en muchas ocasiones, puede incluso a dar a un falsa impresión que nos haga sospechar de un TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad). En ocasiones puede ser un verdadero TDAH, pero en muchas otras es, sencillamente, un niño que no está recibiendo suficiente estimulación sensorial.
En general, buena parte de los niños hoy tienen un nivel de actividad menor en su vida diaria que en otras generaciones, por varios motivos: las horas de ocio de los niños son menos, nuestra percepción del mundo es más insegura que antes, y pocos se atreven a dejar a su hijo a su aire en el parque, y también la aparición de las nuevas tecnologías, que hace que muchos niños pasen horas en reposo mientras se entretienen con un objeto que puede estimular bien ciertas áreas de su desarrollo, pero muy pobremente otras (como su desarrollo propioceptivo y locomotor).
Por ello, es importante que proporcionemos al niño un nivel de estimulación sensorial adecuado, jugando con él o permitiéndole jugar (obviamente, siempre que no comprometamos su seguridad). En caso de dudas, puede pedir la valoración de un terapeuta ocupacional especialista en integración sensorial. Este profesional podría darle ideas de cómo jugar con su hijo para estimularle, o en caso necesario puede trabajar directamente con el niño en aquellas áreas en que necesite más apoyo, y también puede detectar patologías del procesamiento sensorial (en algún caso, el exceso de actividad motora del niño puede ser debido a esto y no a una falta de estimulación o exceso de sedentarismo). Con una correcta estimulación podemos mejorar su nivel de atención y potenciar sus habilidades locomotoras y sensoriales. Obviamente, ésta no es la respuesta a todos los niños con exceso de actividad motora, como hemos dicho; sin embargo, siempre deberíamos tener en cuenta en el diagnóstico diferencial la posibilidad de que el niño no esté suficientemente estimulado.